Como de costumbre, se me ha hecho tarde tecleando delante del ordenador. 

Los últimos rayos de sol entran por la ventana y decido que es el momento de preparar otro té, sabiendo perfectamente que es una estrategia más para posponer la tarea que ya llevo varios días mirando de reojo.

Mientras caliento el agua de mi yogi tea sigo pensando en cómo darle cuerpo a este huracán de sentimientos y percepciones que lleva semanas revolucionando mis entrañas.

Y es que, como nos pasa a todos, me cuesta encontrar las palabras para expresar de forma certera el vaivén de emociones que estoy sintiendo durante esta pandemia. Siento que no tengo el vocabulario que haría justicia a todo esto y que si me atrevo a teclear sin filtro, como hago a menudo, el resultado será ininteligible o absurdo.

 

Porque lo cierto es que ni yo misma me entiendo.

No entiendo cómo pueden convivir bajo un mismo techo y dentro de una misma persona la tentación de cerrar los ojos y disimular como si todo esto no hubiera ocurrido, cuando al mismo tiempo aflora el recelo por volver a la vida de antes, a esa impostada normalidad que ya sospechábamos que tenía algo de maloliente.

No entiendo como nos dicen que esto lo paramos entre todos, que estamos todos juntos, cuando ahora los abrazos son sinónimo de escándalo y cuando sé que muchas personas llevan meses sin sentir el latido de otro corazón cerca. 

En los buenos momentos deseo creer que esto era una pausa necesaria, que la situación nos ha dado ese break que necesitábamos para plantearnos por qué demonios íbamos cuesta abajo y con unos frenos muy oxidados. Incluso llego a agradecer las lecciones que he aprendido y a sentir gratitud por todo lo que tengo

Y también por todo lo que NO tengo.

Segundos después, este ataque de gratitud y perspectiva se convierte en un amargo “esto es lo peor que nos ha podido pasar”, y me duele el corazón al recordar a todas las personas que no han podido ni siquiera plantearse qué enseñanza sacar de todo esta distopía horrible. 

No entiendo cómo pueden abrir los bares mientras hay gente que está muriendo sola en una cama de hospital. Y a la vez entiendo que la vida no espera, que la primavera sigue su curso y nos recibirá cuando salgamos. 

Sonrío al imaginarme que algún día recordaremos esto de las fases y nos reiremos mientras brindamos con tintineantes copas de vino en las manos. 

 

Me cuesta entender que los que casi siempre tienen una respuesta no sepan cómo se comporta este inhumano virus, ni cómo se contagia, ni qué pasará dentro de unos meses. ¡Apenas sabemos los efectos que produce en el organismo! 

A veces esto me hace caer en el desasosiego. En otras ocasiones sonrío con sarcasmo al pensar en el ostión de realidad y humildad que esta pandemia le está dando al ser humano. Un “zas, en toda la boca” de manual. 

Tampoco sé cómo puede ser que a veces sienta que todos estamos unidos por un hilo invisible pero irrompible, un hilo que une a la humanidad y que hace que sintamos, pensemos y nos movamos motivados por el mismo objetivo: que todo esto acabe y que se lleve por delante la menor cantidad de vidas posible. 

En cambio a los cinco minutos esa sensación de unidad fraternal se desvanece, dejando el regusto amargo de quien se siente un bicho raro en un mar de directos de Instagram, sonrisas impostadas y alardes de productividad.  

Y sobre todo no entiendo que, con las ganas que tengo de volar libre, abrazar y celebrar como antes, también me dé pereza la simple perspectiva de volver a esa “vida normal” de prisas, estrés y falta de autoescucha. 

Porque si volvemos a la normalidad que nos estaba destruyendo por dentro, como si aquí no hubiera pasado nada, ¿para qué ha servido todo este sufrimiento? 

 

Y así pasan los días, las horas, las semanas y los meses, como una montaña rusa de lo más maquiavélica de la que solo quieres bajarte porque ha perdido la gracia hace rato. 

Supongo que si alguien pusiera título a este capítulo de 2020 sería “Juntos pero no revueltos”.

¿Crees que un guionista defendería a machete un  “La realidad supera a la ficción”? Diría que sí. Lo que es seguro es que un optimista preferiría un título más luminoso, algo así como un “La revolución interior”, mientras que aquel revolucionario de turno sonreiría satisfecho ante un glorioso “La muerte del capital”

Una vez más, no lo tengo claro.

Lo que sí sé es que las hojas que albergan este capítulo de nuestras vidas estarán amarillentas, con un olor ligeramente rancio. Y estoy segura de que al final de estas páginas encontraremos una flor medio seca que alguien puso a prensar. Por aquello de la esperanza y de buscar lo bueno de cada contratiempo y tal. 

 

El resumen de este artículo tan absurdo es que no entiendo muchas cosas. Y a la vez, estoy empezando a entender otras que, sospecho, son las que necesitaba entender. 

Un momento. Ahora que lo pienso, ¡ya sé qué título le pondría yo a este capítulo!

Creo que le podemos tomar la frase prestada a un gran sabio griego y gritar a los cuatros vientos un gran solo sé que no sé nada. Podemos pintarlo con letras doradas en el manuscrito que algún día narrará la locura que estamos viviendo. Podemos incluso grabarlo en su portada con un cuchillo afilado, para que nunca más se nos vuelva a olvidar.